martes, junio 12, 2012

A Cósima no la entiende nadie

A Cósima se la puede ver por el centro de la ciudad a la hora que te dé la gana. Siempre tirando de un carrillo mugriento, y con el paso apresurado de quien siempre llega tarde a ningún sitio. Siempre viste igual. No porque vista siempre de la misma manera. Es que siempre lleva el mismo jersey, y los mismos pantalones de chandal. Unas deportivas ensanchadas por sus pies rechonchos y el calor del asfalto eterno, y en la mano un paraguas, mitad porque es mujer previsora, y mitad porque le sirve para pescar.

Nunca antes había estado en esta situación, ni siquiera cerca. Por eso nadie la entiende.

Cósima fue a nacer en una familia como otras tantas. En el medio de esa clase media que nos creíamos que era verdad. Sus padres solo sabían trabajar y quererla mucho, así que como para quejarse. Fue a un colegio normal, sacó unas notas normales que le dieron para estudiar una carrera normal, tener un novio normal y una vida lo mas normal posible. Hasta que tuvo a su hijito. Ahí se acabó todo parecido con la normalidad. Cósima pasó a ser la mujer más feliz del mundo, aunque nadie la entendía. Nadie sabe lo feliz que le hacía ese niño tan pequeño, menudo, claro como la luna, frágil -eso sí-, siempre en su carrito, rojo e impoluto. Se acordaba mucho de empujar ese carrito rojo, demasiado grande para un niño tan menudo, y a veces hasta quería dejarse abrumar por la comparación con el que ahora arrastraba, donde coleaban los envases caducados de lo poco que al cabo de la jornada podía llegar a pescar. Pero casi siempre mantenía firme su escasa figura. ¿Dónde habría acabado aquél carrito rojo tan alegre? Al niño ahora seguía empujándolo, en una sillita distinta, de buena mañana hasta el centro donde le atendían el resto del día. Era el mejor momento y siempre lo había sido. En los últimos 14 años no hubo una mañana que no se ahogasen en risas mirándose el uno a la otra, por encima del hombro y el respaldo. Nadie entendía tanta alegría cuando solo veía la desgracia de una madre sola con su hijo enfermo.

Luego tocaba enfrentarse a una ciudad poco amable, correr de punta a punta, rebuscar en los contenedores. Sabía que las mejores piezas se cobran cuando cierran los supermercados, pero ella nunca podía quedarse hasta tan tarde. A esa hora el niño tenía que estar ya cenado y acostado. Así que no quedaba otra que conformarse con pequeños trofeos que le henchían el alma. De eso vivían, y cada vez que algo nuevo pasaba a engrosar el exiguo cargamento del carrito mugriento, caía en la cuenta que los dos cumplirían un día más. ¿Cabía mas alegría?

Una vez Cósima tuvo un trabajo normal, en una empresa normal. Y como terminó siendo normal, la echaron de un día para otro. "Sin más explicación", como decía su marido. ¿Y qué explicación? Ella no era imprescindible (como nadie lo era), y faltaba muchas veces al trabajo cuando el niño era pequeño y salían cada dos por tres corriendo al hospital. No había gran cosa que explicar. Cuando su marido se largó tampoco tuvo muchos reparos en hacerlo sin dar explicaciones. Por ahí que ya la veía entrenada a entender la vida tal y como venía. Pero a ella no la entendía nadie. ¿Quien podría?

En unos meses probablemente ya no tendría dónde dejar al niño mientras ellas salía a buscar, y se ve que el piso donde vivía le hacia mas falta al banco que a ella. Por lo visto el banco lo estaba pasando muy mal y necesitaba echar a todo el mundo a la calle, a ver si con sus pisos podía mejorar un poco. Todos tenían problemas, parece.

Cósima hoy ya no. Había pescado unos yogures casi sin caducar, y unos plátanos que les quedaba algo de amarillo en la piel. Y el de la pescadería de al lado le dijo al salir esta mañana que se pasase luego a por unas sardinas que todavía podían llevarse en el carro sin que ofendiera mucho su olor. Así que el día estaba resuelto. Igual hoy podía recoger antes al niño para irse juntos a ver cómo se escondía el sol delante del parque que les gustaba, con esas ruinas absurdas y egipcias en medio de Madrid, y que les daba tanta risa.

Nadie entendía tanta risa. Una mujer sola con un niño enfermo, sin mas patrimonio que un carro de comida pocha. Y eso a ella le daba más risa aun. Porque ella era una mujer, pero no sola. Con un carro lleno de piezas sabrosas, que le daban a ella y al amor de su vida un día mas para levantarse y seguir riendo camino del cole, o del albergue, o de la casa de acogida. Pero juntos. Nunca ya más solos.

Solos estaban esos que ella veía, atascados en sus coches. Una persona, un coche. E irían a sus despachos solitarios, se tomarían un café solo, y compartirían soledades sin mezclarse a la hora de la comida. Solos hasta por la noche, cuando se acostaban al lado de otro cuerpo solitario, quizá con un niño sano y solo en el cuarto de al lado. Harían el amor a solas, con la urgencia de derramarse sin mucho aspaviento que despertase la soledad del otro. Pero Cósima les entendía muy bien, porque ella estuvo cerca de quedarse así de sola, y sólo pudo saberlo después.

A Cósima no le entendía nadie cuando la veían reír, a la hora que les diera la gana mirarla. Tan al lado de un niño incomprensiblemente feliz.

 

lunes, mayo 28, 2012

A Adrián no le entiende nadie.

Tiene 14 años y muchos disgustos a cuestas. A Adrián no le entiende nadie y ya hasta duda de que le apetezca. Piensa que uno sólo quiere ser entendido por gente de su misma cuerda, y a los 14 años apenas ha podido tejer ninguna cuerda con la que ensogar ideas compartidas.

Adrián llega a casa y tira la mochila a los pies de la cama, soltando lastre, para zambullirse en su cama siempre deshecha y aislarse del mundo con la música a toda mecha. A toda mecha. Le hace gracia siempre esa expresión. A sus colegas les diría algo mas soez, por aquello de ser gregario y hablar mal, escupir a la acera y mirar con desdén a las niñas de su clase. Pero en su mente prefiere lo de la mecha. Es mas rebelde.

Sabe que cumple con todos los tópicos del adolescente problemático, que ha empezado a suspender asignaturas después de una infancia ejemplar. Que discute con sus padres, a los que evita en la medida de lo posible. Y que no le entienden. No entienden que si les evita es para no despreciarles, porque le duele menos no verles que despreciar a gente que quiere tanto. Adrián se ha tomado la molestia de pensar mucho en ello. Sabe todo lo que le dicen, que tiene una buena vida en una buena casa con una buena familia. Que nunca ha faltado de nada. Que el esfuerzo de los padres no lo podrá devolver jamás. Pero su frustración no es por que no le entiendan. No es por lo que le dieron, ni siquiera por lo que no le dieron. Es porque le han robado.

De hecho le siguen robando. Cuando era pequeño, Adrián era el genio que todos los niños son en los primeros años de vida. Era potencia pura y él sabe pensar en ello. Y lo metieron al colegio. El mejor que sus padres se pudieron permitir. O casi. Porque casi no se lo podían permitir. Al principio todo era fantástico. Todo era fácil y aprendía cosas nuevas. Sacaba buenas notas y tenia amigos de las mejores familias. Con los que aprendía cosas nuevas. Todos aprendían las mismas cosas. Y todos hacían las mismas cosas. Exactamente las mismas.

Eso era genial. Cuando eres pequeño las rutinas y la normalidad son reconfortantes. Los retos eran pequeños, a salvo de pequeñas frustraciones. Aunque te acerquen al abismo de la peor frustración.

Un día Adrián se levantó de la cama antes que nadie. Era sábado y aún faltaban un par de horas para que su padre lo llevase al partido de fútbol de todas las semanas. Cada semana era distinto, pero para él siempre era el mismo. Los mismos compañeros, el mismo camino a su colegio o a otro parecido, las mismas bromas, las mismas voces. Se deslizó de la cama en silencio y se asomó a la ventana. No había mucha luz, de modo que su reflejo en el cristal todavía protagonizaba la penumbra de la mañana. Pero le costó reconocerse. Mucho.

Lo primero que echó de menos fueron sus ojos de niño travieso. Luego bajó por sus mejillas y descubrió el estrago de las hormonas y el filo de sus pómulos adolescentes. Ni su cuerpo parecía obedecerle, con larguras inciertas y deslavazadas. Olores que le resultaban extraños y que definitivamente ya no eran el cálido aroma del niño de la casa. Pero lo que terminó de helarle la sangre de la venas fue no reconocer ni una sola de sus ideas, no encontrar en su reflejo ni rastro de su imaginación. Hasta sus miedos se habían esfumado.

Recordaba cómo de pequeño le aterraban todas las palabras que terminaban en "-torio", como paritorio, conservatorio, promontorio. Todas le recordaban la palabra "reformatorio", que le evocaba siempre una amenaza en sordina. Recordaba cuando en la fuente del parque dejaba que la superficie del agua se adhiriera a las yemas de sus dedos para, levantando la mano muy lentamente, ver cómo se levantaba con ella, solo un poquito, hasta que el agua se cansaba como una amante ocasional y le dejaba la mano en el aire, sola, apenas húmeda por un beso de insoportable dulzura que estaba destinado a no durar. Recordaba cuando incomodaba al profesor de lengua llevándole por la semántica tramposa del niño que se asoma al código. "Profesor, ¿el hombre con sombrero del libro de lectura, se asombra solo cuando sale a la luz? ¿Da sombra un sombrero a la sombra? Y, si no la da, ¿se sigue llamando sombrero?"

Ya no pasaba nada de eso. A un niño de 14 años, al que ya no se le llamaba niño, se le empezaban a exigir certezas. Y él tenia que darlas. Ya no preguntaba apenas nada. Y con sus amigos de la escuela nadie dudaba de nada. Pareciera que sus recreos fueran ya un ágora de viejos sabios. No había lugar a la pregunta ni, por lo mismo, a la sorpresa.

Ahora Adrián languidecía como cada tarde en su cama deshecha, con los libros de la mochila pugnando por derramarse a sus pies. Libros que no le contaban nada diferente que al resto de los niños, libros que habían perdido la voz sonora del conocimiento, y se habían integrado en el murmullo monótono de la academia. Se odiaba profundamente porque sus padres le quisieran tanto y estuvieran a la vez tan equivocados. Por descubrir que el amor no te da la razón, que el amor es sentimiento, es sensación, pero nunca es razonable. Y por ello amaba a sus padres pese a que le habían arruinado la vida. Y tenia razón en pensarlo. No era injusto. Era cruel, pero debe ser que la vida muchas veces es de ese modo.

No le entienden. ¿Cómo le van a entender?

A Adrián le sorprendería saber que su padre se le queda mirando a la espalda después de cada discusión. Alguna vez le ha visto titilar en la pupila una lágrima a punto de saltar a inundar el pecho encendido. Y Adrián pensaba que era de ira, o de frustración. A Adrián le encantaría saber que esa lágrima era de emoción. Que su padre quería decirle "Si no te gustan tus libros, escribe tú los que quieras leer. Ten más arrojo que tu padre, que quiso escribir canciones y terminó engañando incautos, que quiso enamorar a tu madre con poemas y terminó llevándosela a Cancún de viaje de novios. ¡Enséñale a tu padre a ser hombre! Si no lo haces tú, hijo mío, ya nadie podrá hacerlo." Pero eso sería demasiada realidad para un niño de 14 años.

A Adrián no le entiende nadie, y sería mejor que así fuera.

 

lunes, mayo 07, 2012

La trampa del perdón

El ministro Fernández, mirando a los ojos de la verdad
Se ha abierto un debate muy interesante alrededor de las posiciones que defiende nuestro ínclito Ministro de Interior, don Jorge Fernández Diaz, en las que exige como condición ineludible que la banda terrorista ETA tenga que pedir perdón de manera irrefutable.
Una vez más, la indigencia neuronal de nuestros representantes políticos queda en evidencia.


El concepto de perdón da para mucho más que para  utilizarlo como un argumento de política chata y, lo que es peor, nos puede colocar en una posición moral más que complicada. Precisamente frente a una banda terrorista, que ya tiene bemoles la cosa.


Para empezar, el perdón forma parte de la conciencia de las personas. Tanto del que lo pide, como del que lo da o está en condiciones de otorgarlo (veremos más adelante ambas vertientes). Intentar hacer política sobre las conciencias de los ciudadanos (y los presos lo son, por muy horribles que hayan sido sus crímenes) responde a un modo de gobernar bastante sospechoso. Cuando además exigimos ese constructo moral, de conciencia, para que un preso pueda acceder a lo que el ministro denomina "beneficio penitenciario" nos deja, como nación, en la incómoda situación de, por omisión de ese precepto, tener presos de conciencia, o presos que por su conciencia (y no por ningún imperativo legal) no acceden a lo que al resto de presos se le otorga bajo ciertas condiciones (buen comportamiento, trabajo en prisión, etc.). Hasta donde sé, en España no puede haber presos de conciencia y, con el argumento que lo impide, me cuesta entender que la misma conciencia pueda condicionar el estatus de un preso dentro de su tiempo de condena.


El perdón ha de contar necesariamente con 2 extremos. Es un acto de comunicación, esto es, se desarrolla intersubjetivamente, entre 2 sujetos. El que pide perdón y el que lo da. Pero con diferencias muy interesantes entre ambos actores.


El acto de pedir perdón es un acto puro de comunicación, performativo, establece desde el mismo momento de su expresión una voluntad. El perdón (su petición) se pone encima de la mesa y desde ese mismo momento ES. Con todas sus implicaciones afectivas de arrepentimiento, asunción de culpa, de carga emotiva, de determinación voluntariosa de reparación (veremos luego) y vuelta a la normalidad. Nos lo podremos creer o  no, pero se ha producido psicológicamente un passage a l'act por decirlo en lacaniano.


Mientras esto pasa en el que pide perdón, resulta que en el que lo da no puede suceder de la misma manera. El perdonar no es un pasaje al acto, no define más que una declaración de intenciones, porque lo que, si bien en  la petición de perdón se produce el final de un proceso afectivo, en el otorgamiento supone sin embargo el principio del proceso afectivo contrario. Cuando declaro que "te perdono", en respuesta a tu petición, no hago sino empezar en mi conciencia el proceso que normalice la relación anormal que tenemos como individuos, con la esperanza de algún día efectivamente poder perdonarte con toda su implicación afectiva. Y esto coloca a ambos extremos en una relación ética asimétrica.


Así que cuidado con que nos pidan perdón, porque igual tenemos luego una situación más que delicada. No digo que no haya que hacerlo (me parece bien que los criminales pidan perdón a sus víctimas, aunque estoy absolutamente en contra de exigírselo), pero hay que estar también dispuesto a otorgarlo.


Esto me lleva a la segunda tesis. A quién hay que pedir perdón, quién lo debe de pedir, quién lo puede otorgar y qué respuesta esperamos.


Parece claro que el perdón ha de pedirse a las víctimas. Sucede que muchas de las víctimas (y desde luego todas las más terribles) han perdido la vida en el mismo acto terrorista. Luego será frecuente pedir perdón a personas interpuestas y a víctimas distintas del asesinado (familiares y allegados), a los que pedir perdón por dejarles sin su ser querido. Se deberá por tanto pedir a personas concretas y nunca al Estado -luego diré por qué-. 


Quién lo debe de pedir, aunque parece claro, no lo es tanto. ¿El que un asesino, terrorista, pida perdón a una víctima no supone un cambio sustancial en el sujeto toda vez que su planteamiento ético ha cambiado radicalmente? ¿Realmente la víctima está perdonando a la misma persona que cometió el crimen?


Y sólo la víctima puede otorgar el perdón, o no. Porque no está en su mano ninguna medida de castigo hacia el perdonable. El verdadero poder de otorgar el perdón ha de ser completamente gratuito, sin castigo por medio. Si no, estaríamos hablando de venganza, de humillación, de otras cosas que el Estado sí que puede hacer. ¿Y qué sucederá si la víctima no perdona? Está en su perfecto derecho de no hacerlo, pero eso no parece observarse en los planteamientos del ministro o, aún peor, da por sentado que va -y de alguna manera obliga a la víctima- a "hacer lo propio", esto es, perdonar. Lo que no es sino otra injerencia en la conciencia de las personas, esta vez de las víctimas.


Quiero recalcar que es solo la víctima quien puede otorgar el perdón. Nunca los Estados pueden hacerlo. Por el simple hecho de que el perdón no puede tener un precio, ni en el que lo da ni en el que lo recibe. Ha de ser un acuerdo entre pares. Y los Estados siempre tienen intereses distintos a la mera reparación ética (o al menos es justo presuponerlo). Intereses políticos, electorales, institucionales, etc. Para que el perdón sea efectivo, sirva de algo, cumpla su labor de catarsis, ha de suponerse sincero en su petición y sin más motivación que el perdón mismo. Y aquí tenemos el verdadero nudo gordiano del tema (o uno de ellos): el mero hecho de supeditar ciertos beneficios  penitenciarios a que se pida perdón, contamina ab initio el proceso de perdón. Personalmente quien me pida perdón para conseguir algo no me convence de su arrepentimiento en absoluto y, además, pondrá bajo sospecha el resto de peticiones.


Pero también ha de ser sincero en su otorgamiento, y al Estado no se le ha de suponer esta sinceridad dados sus múltiples intereses en temas como éste. Por ello sólo las víctimas han de poder otorgarlo, y de manera completamente desinteresada. No es poco lo que les pide el ministro de la cosa.


Así que nos encontramos, por obra de la sequía intelectual de don Jorge, en una situación muy curiosa:

  • Hemos de exigir a los terroristas que pidan perdón de manera "irrefutable", cuando  no se determina cómo se juzga esa irrefutabilidad que, en última instancia, habrá de ser percibida subjetivamente por las víctimas, por todas y cada una de ellas
  • Las víctimas están obligadas a conceder el perdón, porque de hecho se les carga con la responsabilidad de sancionar con su perdón un proceso de amplio calado social
  • El Estado se reserva el derecho de administrar el estado de los presos (acercamiento o dispersión) en función de su conciencia (de ellos)

Creo que con lo expuesto, las víctimas habrían de adquirir conciencia de la manipulación a la que desde el Ministerio del Interior se les quiere someter. Los presos perseguirán sus intereses, el ministro los suyos. ¿Cuál es entonces el papel de las victimas?
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Lecturas casi obligadas:

Jaques Derrida El siglo y el Perdón, Ed. de la Flor, ISBN 950-515-264-7
Vladimir Jankélévitch, El Perdón, Ed. Seix Barral, ISBN 84-322-0823-X 

jueves, noviembre 20, 2008

Simon


De pequeñitos (alguno que otro se acordará), en una televisión que entonces denostábamos pero por la que me partiría la cara gustoso hoy en día, uno de los mejores regalos que tuvimos los de nuestra generación fueron unos dibujos animados, una verdadera joya de pensamiento, que se llamaban Simón y el Mundo de los Dibujos hechos a Tiza (algún capítulo hay en YouTube si buscáis como Simon and the Land of Chalk Drawings).

Simón dibujaba cosas en una enorme pizarra que tenía en su habitación, y todo lo que dibujaba se materializaba tras un vallado de madera cercano a su casa; si bien seguían siendo dibujos de tiza, éstos tenían vida propia. Simon, además, visitaba con frecuencia este mundo, saltando el vallado con una escalera cuando tenía necesidad. Los propios dibujos salían a la valla de madera (¡pintados en ella misma!) si tenían que decirle algo a Simon (normalmente le pedían cosas o se lamentaban de algún desaguisado fruto de los nuevos dibujos de Simon, ¡a tal punto llegaba el extrañamiento de las creaciones con el creador!).

El mero hecho de que Simon interactuara con ese mundo, un poco suyo un poco no, a mi me tenía fascinado. Con los años me he dado cuenta por qué.

Simon no era un factotum, como podríamos creer. Es la fantasía de Simon la que genera una realidad, y Simon vive en esa fantasía como uno más, si bien al otro lado de la valla. Como siempre, la fantasía es performativa. No se asemeja a la realidad, sino que genera la Realidad, y se debe buscar la Verdad no tras la fantasía, sino en la fantasía, porque ella es la que la crea y la esconde tras lo Real.

Cuando el niño pierde el cuerpo de la madre, cuando se asoma al abismo inescrutable de su propia identidad, la fantasía acude a nuestro rescate para formarnos, para per-formarnos, para aprovisionarnos de una identidad en la que podamos encajar, y no al revés.

La sociedad (que no es sino un conjunto de individuos que deciden funcionar juntos) siempre ha tratado de favorecer y hasta facilitar este proceso, con las modas, las tribus urbanas, etc. Todo con tal de que el individuo no se angustie ante el lienzo impoluto de una identidad toda por construir, entera por definir.

En otro orden fantástico, son nuestras fantasías sexuales las que determinan cómo nos acercamos los unos a los otros. No fantaseamos con nuestra amada, sino con que la amada nos fantasee. No nos plegamos a sus deseos sino a los nuestros reflejados en sus ojos. El Gran Otro. El Nombre del Padre.

No amamos a quien nos gusta, sino que nos gusta quien decidimos amar, en una dialéctica unívoca, nunca bidireccional.

Por eso podemos amar a solas, y hasta debemos hacerlo. Por eso el amor no necesita objeto fuera de nuestra fantasía, y cuando además encontramos un cuerpo que acariciar se produce esa magia, y por eso yo ya nunca me la creo.

miércoles, octubre 15, 2008

¿Seremos Rojos?

Hoy me vais a permitir darle la voz a un buen amigo, un hermano de hecho. Con todos ustedes: ¡La Mano!

¿Seremos Rojos?

por LaMano

Hoy ha sucedido algo increíble. Creo que se va a acabar el mundo o algo así. El ayuntamiento de la pequeña-y-demasiado-poblada-ciudad de New Jersey donde vivo me ha regalado (del verbo debes aceptarlo o atente a las consecuencias) y gran cubo de plástico naranja con un tatuaje en negro que es la dirección de casa y me ha pedido (versión perifrástica del verbo debes hacerlo o atente a las consecuencias) que lo llene con todas las latas/botellas/cartones que antes denominábamos basura. He preguntado a mi oráculo Internet I el Sabelotodo y me ha dicho que eso se llama recycling
.

Esta pequeña-y-demasiado-poblada-
ciudad de New Jersey donde vivo se ha unido a la conciencia colectiva mundial y ha comenzado a guardar todas esas cosas útiles que antes eliminábamos. ¿Será verdad? Quizás me estoy dejando llevar por el entusiasmo. ¿Nos estaremos haciendo rojos? Porque esto de reciclar suena rojísimo en este lado del mundo. O quizás es que se va a acabar el mundo. Lo que es seguro es que algo raro está pasando.

Después de mi asombro casi de infarto cerebral, después de dar la bienvenida oficialmente a mi nuevo inquilino (porque el cubo de ex-basura es realmente grande), después de inaugurarlo brindando por su nuevo empleo con una Coca Cola (nada como la chispa de la vida para celebrar los grandes momentos), he he soltado una gran carcajada. Ahí estabamos los tres: yo, un gran cubo naranja chillón y una lata de Coca Cola. Una estampa muy divertida.

¿Divertida? Sí. Porque esto de reciclar me lo metieron en los tuétanos los sacerdotes conservadores y tradicionales que me educaron al otro lado del océano (de uno, el que sea, que los océanos son todos de agua). Y ahora me encuentro que el lado progresista y desconcertado de los Estados Unidos es ha convertido en el predicador de la ecología, las energías renovables y el reciclaje. Genial. Lo que me neseñaban en la Iglesia cuando niño ahora está de moda. Qué rarito está el mundo. El fin del mundo, seguro. Ya te digo.

Si hasta mi vecino el alcalde de New York nos ha amenazado (del verbo lo digo pero nunca tendré el valor de hacerlo) con instalar molinos de viento para producir energía eólica. ¿Se imaginan que coincide la instalación de los artefactos con una campaña publicitaria Spain is different y nos llenen la Gran Manzana con molinos manchegos? Sería quijotesco que a estas alturas mi nuevo país se convierta en el abanderado mundial del recycling. Puede ser que incluso invadamos los países que no reciclen! Ay.

De todas formas me siento muy contento de que mi alcalde (algo mío es, que para eso le voté) se haya puesto las botas reciclando cubos de basura para que sean cubos de reciclaje. Quién sabe si hará lo mismo con unos cuantos empleados públicos que yo me sé.

Mientras tanto, voy a poner otra lata de Coca Cola en mi nuevo cubo. Y así le doy las buenas noches.
Good night.

martes, enero 22, 2008

En defensa de la Monarquía

En los últimos tiempos hemos asistido a un espectáculo lamentable de ataques a la Monarquía, y a un no menos lamentable espectáculo de defensa de la Institución bajo peregrinos argumentos de constitucionalidad, simbología y tradición.

No me pondré yo ahora del lado de los monárquicos, entre otras cosas porque tampoco están dando muestras de una especial habilidad intelectual ni, y esto es más grave, de verdaderas convicciones. Así que si hay que gestionar incoherencias, prefiero las republicanas a las realistas.

Pero quisiera hacer un ejercicio de defensa de una institución que, como todas las democráticas, deben de ser revisadas de cuando en cuando para mayor gloria de las mismas. Hasta la misma democracia debería de serlo, pero cualquiera sale por ahí con tamaño despropósito. Igual vienen los acérrimos defensores de la democracia a batirme las costillas con misiles, observadores de la CIA y el 7º de Caballería si se tercia.

La Monarquía se ha venido defendiendo estos días, como decía, con tres argumentos globales. A saber:

Su constitucionalidad: La Constitución dice que somos una Monarquía Parlamentaria. Así que no hay nada más que hablar. O sea, que la Constitución es intocable, lo cual es una verdadera estupidez, porque lo que la Carta Magna hace es dotarnos (a nosotros, a la sociedad) de un marco de convivencia que dudo mucho que no varíe a lo largo de los años. Ahí están, sin ir más lejos, temas constitucionales que ya convendría ir revisando y que la realidad social se empeña en destacar que ya se halla muy alejada de las necesidades que hace 30 años teníamos (territorialidad –con la chapuza esa de las autonomías que ya se ha quedado estrecho, y eso se venía venir desde el origen-, la sucesión real –a día de hoy el heredero tiene que ser un “machote”-, y tantas otras cosas). Hasta el PP quiere modificar la Constitución. Eso sí, con el peregrino empeño de modificarla para que no se pueda volver a modificar. ¡Cosas veredes!.

Su tradición: Aquí no hay mucho que hablar, porque creo que ya lo tengo escrito en otro sitio. En nombre de la tradición se siguen mutilando a mujeres en determinadas partes del mundo, y se siguen torturando animales en otras menos lejanas. Defender algo en nombre de la tradición es toda una declaración de principios. Tan absurdo como si a alguien se le ocurriera decir que España es Católica porque siempre lo ha sido. Espera, que esto yo creo que lo he oído por ahí…

Su simbología: La Monarquía –se dice- es símbolo de la unidad de España. Es símbolo de esto y de lo otro. Nada más intercambiable que un símbolo, nada más convencional y, por tanto, prescindible. Defender los símbolos por lo que son tampoco tiene, como se ve, gracia ninguna.

Algo tan añoso como la Monarquía, como fácilmente se imagina, lleva siglos en entredicho. No vamos a venir nosotros ahora, en el siglo XXI, a ser los más listos y pensar que nunca nadie se ha planteado la pertinencia de un sistema como éste, que otorga a una sola persona –y a su casta- tanto poder. De hecho los siguientes argumentos son mitad de Hegel (loado sea su nombre) y mitad de su profeta Zizek (divino, divino Zizek).

Decía el alemán que la labor de la Monarquía es existir, decir que sí y firmar. Esa es su labor. Y más o menos es lo que Juan Carlos, esencialmente hace. Su labor de Relaciones Públicas que tanto se nos mete por los ojos sería secundaria en la esencialidad de lo Monárquico. Y esa esencialidad existe.

Lo esencial de la Monarquía es su existencia como contrapunto, su identidad extraña cuya función primordial es reafirmar la identidad de la democracia.

En democracia nadie debería de ser más que nadie salvo por sus méritos. Las sociedades democráticas modernas premian el esfuerzo, la mejora de sus individuos. Cuanto más aportes, más recibes. Estamos orientados al trabajo, al esfuerzo, a mejorar personalmente para que todos mejoremos un poco en conjunto. La democracia se encarga de que nadie tenga ventajas por condición social, por raza, por religión, etc. (o debería).

Claro, algo tan extraño a este sistema de valores como la Monarquía, debería de ser molesta. Pero si lo miramos con detenimiento no lo parece tanto.

Para definir una identidad hay que prestar atención a sus límites, el interno y el externo. El límite interno forma parte de la misma realidad que intentamos definir como realidad –y por tanto no deberíamos de poder definir la identidad de un todo con tan solo una parte de él-, pero la Realidad (con mayúsculas), eso que es mas real que la realidad misma (otra vez Hegel), eso que se escapa a toda posible simbolización, suele andar en el límite externo, en algo que no es la cosa misma. ¿Mucho lío? ¿No estamos acostumbrados a decir que mi libertad termina donde empieza la tuya? O sea, ¿no definimos entonces –identificamos el ámbito de mi libertad- gracias al concepto límite de tu libertad? Pues eso. Si pintamos varias rayas negras en un papel blanco, podemos distinguirlas, definirlas, más por el blanco del papel que las limita que por su propio trazo.

La Monarquía cumple ese papel de point de capiton (Lacan). Para dar fuerza de identidad a la democracia (como se ve, nada de tradición, nada de símbolo, nada de convención social), necesitamos esencialmente algo que contravenga los principios de ese sistema. Y para darle continuidad y que se mantenga pacíficamente enfrentado ha de ser defendido y, en cierto modo, alimentado por el sistema que lo aloja; como se alojan las vacunas en el cuerpo, para evitar infecciones mayores.

Cuando los sistemas democráticos no se enfrentan a sus contrapuestos observándoles con la naturalidad de la diversidad, pueden surgir movimientos enfrentados y violentos que ponen en peligro la propia democracia. Los fascismos encontraron el apoyo de intelectuales de gran talla (Heidegger sin ir más lejos, y luego el pobre se pasó el resto de la vida evitando explicarlo, como si tuviera que justificarse, y ese hubiera sido su pecado, pese a lo que pensara Marcuse, o a la insidiosa caridad paternalista de Char), porque esperaban que fueran ese contrapunto necesario para que un sistema se desarrolle sano, fuerte y sabio.

Por tanto, ¿qué hay más alejado de una sociedad premiadora del esfuerzo y organizadora del poder de modo distribuido, que un poder de jefatura de estado centrado en una sola persona, sin méritos demostrados –en los momentos de las coronaciones, los monarcas lo tienen todo por demostrar-, y del modo más arbitrario posible, el linaje?

Pues ahí quería yo llegar a defender el papel de la Monarquía como excrecencia necesaria, como un tumorcillo que nos hace apreciar más sanos el resto de nuestros miembros. Sin importar su capacidad personal. Eso, como se ha visto, es lo menos importante, y es tranquilizante que así sea.

De otro modo no creo que los Borbones hubieran llegado a tanto.

martes, julio 17, 2007

Tu nombre me sabe a Umami

Hace unos meses me encontré con la agridulce noticia (y no es un juego de palabras) de que el parnasillo clásico de los sabores (ese tetraedro, casi escolástico ya, de amargo-dulce-salado y agrio) se había visto aumentado con un miembro más, otro visitador de papilas y receptores neuronales. El interfecto se llama umami (el nuevo sabor, digo), y por lo visto ya se paseaba por paladares desde tiempos inmemoriales, pero no habíamos advertido su presencia. Más bien no habíamos advertido su diferencia, la unicidad que le separa, discreto, de sus hermanos de lengua. Por lo visto es un sabor que tiene la carne, o la salsa de soja, por debajo de lo salados que éstos estén.

Como estas cosas de la diferencia esencial me tienen hace meses que me voy por un hilillo a la más mínima, se me quedó esta idea del regustito nuevo como arrebañada en el alma, paciendo tranquila y olvidada. El cursi de Bécquer le diría que una voz como Lázaro espera que le diga: espabila, Fabila, que te come el oso; poco más o menos.

Vamos, que ni se sabe cuánto tiempo hace que saboreamos el dichoso umami, pero como no estaba en el catálogo, pues nada. Lo de la rosa y el nombre, ya sabéis. Si no te llamas, no existes. Si no te llaman, para qué te cuento. Y le dan a uno ganas de agarrar a Umberto Eco por el cuello y agitarlo hasta que se le caigan los sememas de las pestañas. Jodida semiótica y madre que la parió.

Uno se va haciendo, con los años, más de memes que de genes, más de ideas que de letras, aunque se intente uno escribir a diario -mire usté qué tontería-, y use palabras porque otra cosa no tiene.

Luego viene Serrat (bendita sea su gracia), y se me cuela por los respiraderos con lo de que hay nombres que saben a hierba, de la que crece en los montes. Se me ocurre que hay otros que saben a umami, que pierden el frescor de la verdura y que, cuando los paladeas durante años, por más que te niegues a reconocerlo, queda ese sabor irrepetible del fracaso. Se pega al cielo de la boca como una mala resaca y no te lo sacas con nada.

Nombres que ya no quieres pronunciar más. Y te impones una dieta salvaje de otros nombres y otras pieles, como para olvidar el nombre imposible. Y te adelgaza el recuerdo, la memoria se te encanija y el ánimo se te espanta.

Ya os digo. Empecé una dieta para ver si me curaba, y en quince días he perdido dos semanas.