lunes, mayo 28, 2012

A Adrián no le entiende nadie.

Tiene 14 años y muchos disgustos a cuestas. A Adrián no le entiende nadie y ya hasta duda de que le apetezca. Piensa que uno sólo quiere ser entendido por gente de su misma cuerda, y a los 14 años apenas ha podido tejer ninguna cuerda con la que ensogar ideas compartidas.

Adrián llega a casa y tira la mochila a los pies de la cama, soltando lastre, para zambullirse en su cama siempre deshecha y aislarse del mundo con la música a toda mecha. A toda mecha. Le hace gracia siempre esa expresión. A sus colegas les diría algo mas soez, por aquello de ser gregario y hablar mal, escupir a la acera y mirar con desdén a las niñas de su clase. Pero en su mente prefiere lo de la mecha. Es mas rebelde.

Sabe que cumple con todos los tópicos del adolescente problemático, que ha empezado a suspender asignaturas después de una infancia ejemplar. Que discute con sus padres, a los que evita en la medida de lo posible. Y que no le entienden. No entienden que si les evita es para no despreciarles, porque le duele menos no verles que despreciar a gente que quiere tanto. Adrián se ha tomado la molestia de pensar mucho en ello. Sabe todo lo que le dicen, que tiene una buena vida en una buena casa con una buena familia. Que nunca ha faltado de nada. Que el esfuerzo de los padres no lo podrá devolver jamás. Pero su frustración no es por que no le entiendan. No es por lo que le dieron, ni siquiera por lo que no le dieron. Es porque le han robado.

De hecho le siguen robando. Cuando era pequeño, Adrián era el genio que todos los niños son en los primeros años de vida. Era potencia pura y él sabe pensar en ello. Y lo metieron al colegio. El mejor que sus padres se pudieron permitir. O casi. Porque casi no se lo podían permitir. Al principio todo era fantástico. Todo era fácil y aprendía cosas nuevas. Sacaba buenas notas y tenia amigos de las mejores familias. Con los que aprendía cosas nuevas. Todos aprendían las mismas cosas. Y todos hacían las mismas cosas. Exactamente las mismas.

Eso era genial. Cuando eres pequeño las rutinas y la normalidad son reconfortantes. Los retos eran pequeños, a salvo de pequeñas frustraciones. Aunque te acerquen al abismo de la peor frustración.

Un día Adrián se levantó de la cama antes que nadie. Era sábado y aún faltaban un par de horas para que su padre lo llevase al partido de fútbol de todas las semanas. Cada semana era distinto, pero para él siempre era el mismo. Los mismos compañeros, el mismo camino a su colegio o a otro parecido, las mismas bromas, las mismas voces. Se deslizó de la cama en silencio y se asomó a la ventana. No había mucha luz, de modo que su reflejo en el cristal todavía protagonizaba la penumbra de la mañana. Pero le costó reconocerse. Mucho.

Lo primero que echó de menos fueron sus ojos de niño travieso. Luego bajó por sus mejillas y descubrió el estrago de las hormonas y el filo de sus pómulos adolescentes. Ni su cuerpo parecía obedecerle, con larguras inciertas y deslavazadas. Olores que le resultaban extraños y que definitivamente ya no eran el cálido aroma del niño de la casa. Pero lo que terminó de helarle la sangre de la venas fue no reconocer ni una sola de sus ideas, no encontrar en su reflejo ni rastro de su imaginación. Hasta sus miedos se habían esfumado.

Recordaba cómo de pequeño le aterraban todas las palabras que terminaban en "-torio", como paritorio, conservatorio, promontorio. Todas le recordaban la palabra "reformatorio", que le evocaba siempre una amenaza en sordina. Recordaba cuando en la fuente del parque dejaba que la superficie del agua se adhiriera a las yemas de sus dedos para, levantando la mano muy lentamente, ver cómo se levantaba con ella, solo un poquito, hasta que el agua se cansaba como una amante ocasional y le dejaba la mano en el aire, sola, apenas húmeda por un beso de insoportable dulzura que estaba destinado a no durar. Recordaba cuando incomodaba al profesor de lengua llevándole por la semántica tramposa del niño que se asoma al código. "Profesor, ¿el hombre con sombrero del libro de lectura, se asombra solo cuando sale a la luz? ¿Da sombra un sombrero a la sombra? Y, si no la da, ¿se sigue llamando sombrero?"

Ya no pasaba nada de eso. A un niño de 14 años, al que ya no se le llamaba niño, se le empezaban a exigir certezas. Y él tenia que darlas. Ya no preguntaba apenas nada. Y con sus amigos de la escuela nadie dudaba de nada. Pareciera que sus recreos fueran ya un ágora de viejos sabios. No había lugar a la pregunta ni, por lo mismo, a la sorpresa.

Ahora Adrián languidecía como cada tarde en su cama deshecha, con los libros de la mochila pugnando por derramarse a sus pies. Libros que no le contaban nada diferente que al resto de los niños, libros que habían perdido la voz sonora del conocimiento, y se habían integrado en el murmullo monótono de la academia. Se odiaba profundamente porque sus padres le quisieran tanto y estuvieran a la vez tan equivocados. Por descubrir que el amor no te da la razón, que el amor es sentimiento, es sensación, pero nunca es razonable. Y por ello amaba a sus padres pese a que le habían arruinado la vida. Y tenia razón en pensarlo. No era injusto. Era cruel, pero debe ser que la vida muchas veces es de ese modo.

No le entienden. ¿Cómo le van a entender?

A Adrián le sorprendería saber que su padre se le queda mirando a la espalda después de cada discusión. Alguna vez le ha visto titilar en la pupila una lágrima a punto de saltar a inundar el pecho encendido. Y Adrián pensaba que era de ira, o de frustración. A Adrián le encantaría saber que esa lágrima era de emoción. Que su padre quería decirle "Si no te gustan tus libros, escribe tú los que quieras leer. Ten más arrojo que tu padre, que quiso escribir canciones y terminó engañando incautos, que quiso enamorar a tu madre con poemas y terminó llevándosela a Cancún de viaje de novios. ¡Enséñale a tu padre a ser hombre! Si no lo haces tú, hijo mío, ya nadie podrá hacerlo." Pero eso sería demasiada realidad para un niño de 14 años.

A Adrián no le entiende nadie, y sería mejor que así fuera.

 

lunes, mayo 07, 2012

La trampa del perdón

El ministro Fernández, mirando a los ojos de la verdad
Se ha abierto un debate muy interesante alrededor de las posiciones que defiende nuestro ínclito Ministro de Interior, don Jorge Fernández Diaz, en las que exige como condición ineludible que la banda terrorista ETA tenga que pedir perdón de manera irrefutable.
Una vez más, la indigencia neuronal de nuestros representantes políticos queda en evidencia.


El concepto de perdón da para mucho más que para  utilizarlo como un argumento de política chata y, lo que es peor, nos puede colocar en una posición moral más que complicada. Precisamente frente a una banda terrorista, que ya tiene bemoles la cosa.


Para empezar, el perdón forma parte de la conciencia de las personas. Tanto del que lo pide, como del que lo da o está en condiciones de otorgarlo (veremos más adelante ambas vertientes). Intentar hacer política sobre las conciencias de los ciudadanos (y los presos lo son, por muy horribles que hayan sido sus crímenes) responde a un modo de gobernar bastante sospechoso. Cuando además exigimos ese constructo moral, de conciencia, para que un preso pueda acceder a lo que el ministro denomina "beneficio penitenciario" nos deja, como nación, en la incómoda situación de, por omisión de ese precepto, tener presos de conciencia, o presos que por su conciencia (y no por ningún imperativo legal) no acceden a lo que al resto de presos se le otorga bajo ciertas condiciones (buen comportamiento, trabajo en prisión, etc.). Hasta donde sé, en España no puede haber presos de conciencia y, con el argumento que lo impide, me cuesta entender que la misma conciencia pueda condicionar el estatus de un preso dentro de su tiempo de condena.


El perdón ha de contar necesariamente con 2 extremos. Es un acto de comunicación, esto es, se desarrolla intersubjetivamente, entre 2 sujetos. El que pide perdón y el que lo da. Pero con diferencias muy interesantes entre ambos actores.


El acto de pedir perdón es un acto puro de comunicación, performativo, establece desde el mismo momento de su expresión una voluntad. El perdón (su petición) se pone encima de la mesa y desde ese mismo momento ES. Con todas sus implicaciones afectivas de arrepentimiento, asunción de culpa, de carga emotiva, de determinación voluntariosa de reparación (veremos luego) y vuelta a la normalidad. Nos lo podremos creer o  no, pero se ha producido psicológicamente un passage a l'act por decirlo en lacaniano.


Mientras esto pasa en el que pide perdón, resulta que en el que lo da no puede suceder de la misma manera. El perdonar no es un pasaje al acto, no define más que una declaración de intenciones, porque lo que, si bien en  la petición de perdón se produce el final de un proceso afectivo, en el otorgamiento supone sin embargo el principio del proceso afectivo contrario. Cuando declaro que "te perdono", en respuesta a tu petición, no hago sino empezar en mi conciencia el proceso que normalice la relación anormal que tenemos como individuos, con la esperanza de algún día efectivamente poder perdonarte con toda su implicación afectiva. Y esto coloca a ambos extremos en una relación ética asimétrica.


Así que cuidado con que nos pidan perdón, porque igual tenemos luego una situación más que delicada. No digo que no haya que hacerlo (me parece bien que los criminales pidan perdón a sus víctimas, aunque estoy absolutamente en contra de exigírselo), pero hay que estar también dispuesto a otorgarlo.


Esto me lleva a la segunda tesis. A quién hay que pedir perdón, quién lo debe de pedir, quién lo puede otorgar y qué respuesta esperamos.


Parece claro que el perdón ha de pedirse a las víctimas. Sucede que muchas de las víctimas (y desde luego todas las más terribles) han perdido la vida en el mismo acto terrorista. Luego será frecuente pedir perdón a personas interpuestas y a víctimas distintas del asesinado (familiares y allegados), a los que pedir perdón por dejarles sin su ser querido. Se deberá por tanto pedir a personas concretas y nunca al Estado -luego diré por qué-. 


Quién lo debe de pedir, aunque parece claro, no lo es tanto. ¿El que un asesino, terrorista, pida perdón a una víctima no supone un cambio sustancial en el sujeto toda vez que su planteamiento ético ha cambiado radicalmente? ¿Realmente la víctima está perdonando a la misma persona que cometió el crimen?


Y sólo la víctima puede otorgar el perdón, o no. Porque no está en su mano ninguna medida de castigo hacia el perdonable. El verdadero poder de otorgar el perdón ha de ser completamente gratuito, sin castigo por medio. Si no, estaríamos hablando de venganza, de humillación, de otras cosas que el Estado sí que puede hacer. ¿Y qué sucederá si la víctima no perdona? Está en su perfecto derecho de no hacerlo, pero eso no parece observarse en los planteamientos del ministro o, aún peor, da por sentado que va -y de alguna manera obliga a la víctima- a "hacer lo propio", esto es, perdonar. Lo que no es sino otra injerencia en la conciencia de las personas, esta vez de las víctimas.


Quiero recalcar que es solo la víctima quien puede otorgar el perdón. Nunca los Estados pueden hacerlo. Por el simple hecho de que el perdón no puede tener un precio, ni en el que lo da ni en el que lo recibe. Ha de ser un acuerdo entre pares. Y los Estados siempre tienen intereses distintos a la mera reparación ética (o al menos es justo presuponerlo). Intereses políticos, electorales, institucionales, etc. Para que el perdón sea efectivo, sirva de algo, cumpla su labor de catarsis, ha de suponerse sincero en su petición y sin más motivación que el perdón mismo. Y aquí tenemos el verdadero nudo gordiano del tema (o uno de ellos): el mero hecho de supeditar ciertos beneficios  penitenciarios a que se pida perdón, contamina ab initio el proceso de perdón. Personalmente quien me pida perdón para conseguir algo no me convence de su arrepentimiento en absoluto y, además, pondrá bajo sospecha el resto de peticiones.


Pero también ha de ser sincero en su otorgamiento, y al Estado no se le ha de suponer esta sinceridad dados sus múltiples intereses en temas como éste. Por ello sólo las víctimas han de poder otorgarlo, y de manera completamente desinteresada. No es poco lo que les pide el ministro de la cosa.


Así que nos encontramos, por obra de la sequía intelectual de don Jorge, en una situación muy curiosa:

  • Hemos de exigir a los terroristas que pidan perdón de manera "irrefutable", cuando  no se determina cómo se juzga esa irrefutabilidad que, en última instancia, habrá de ser percibida subjetivamente por las víctimas, por todas y cada una de ellas
  • Las víctimas están obligadas a conceder el perdón, porque de hecho se les carga con la responsabilidad de sancionar con su perdón un proceso de amplio calado social
  • El Estado se reserva el derecho de administrar el estado de los presos (acercamiento o dispersión) en función de su conciencia (de ellos)

Creo que con lo expuesto, las víctimas habrían de adquirir conciencia de la manipulación a la que desde el Ministerio del Interior se les quiere someter. Los presos perseguirán sus intereses, el ministro los suyos. ¿Cuál es entonces el papel de las victimas?
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Lecturas casi obligadas:

Jaques Derrida El siglo y el Perdón, Ed. de la Flor, ISBN 950-515-264-7
Vladimir Jankélévitch, El Perdón, Ed. Seix Barral, ISBN 84-322-0823-X