jueves, junio 28, 2007

¿De qué se mueren los pájaros?


El otro día estaba mirando a las palomas, trasteando en una playa que no viene al caso, picoteando aquí y allá, y me dio un arrebato de los míos, de esos de pensar en cosas bobas.

Al principio pensé que las palomas que viven en la costa, al pasarse la vida picoteando entre la arena de la playa (cerciorándose de que debajo hay adoquines y no al revés, por eso las palomas ya no son idealistas), tienen que tener los riñones de mármol, las pobres.

Luego me acordé que hace no mucho leí en algún lugar que cerca del 80% de las palomas urbanas (signifique esto lo que signifique) están mutiladas. Lo cierto es que en las que me fijé se cumplía esta estadística. Casi todas tenían las patas dañadas. Por lo visto los cables que decoran nuestras ciudades influyen definitivamente en la manera de andar de las palomas. Es otra manera de marcarles el paso.

Pero lo malo vino después. Que no paré de pensar y me entraron las siete cosas.

Los humanos y los animales domésticos nos morimos con un guión bien establecido (quién sabe por quién, eso ahora es lo de menos). Quiero decir que nos morimos por algo, o de viejos. Y morirse de viejo no es más que morirse por algo pero que, al pasar de cierta edad, es como si a la ciencia le costase ya diagnosticar siquiera el mal concreto, y nos deja morirnos de viejos. Con nuestras mascotas pasa lo mismo.

Pero ¿y los animales sin dueño? ¿De qué se mueren los pájaros de la calle?

Raro es el día que no veo a una paloma o a un pajarillo tieso sobre el asfalto (vivir en el centro de una gran ciudad es lo que tiene). Pero nunca me he preguntado hasta ahora de qué se han muerto. O simplemente asumía que habían muerto porque les tocaba.

Al animalejo quizá le aquejaban varias enfermedades, pero como no había nadie para consignarlo, pues como si no las tuviera. Caben para ello dos explicaciones:

Una: Que efectivamente no tengan enfermedades y todos los animales sin dueño se mueren de viejos. Las enfermedades serían así constructos sociales, humanos, que actúan en ellos y en sus mascotas (si asumo eso, ya no me dan la siete cosas, sino las setenta y siete).

Dos: La enfermedad solo existe si hay un ojo que la cataloga, un médico (o veterinario) que certifica su existencia. Sería la realización, la actualización o puesta en acto la mise à jour de la enfermedad lo que le daría patente de existencia. En caso contrario, no existe.

¿Qué diferencia hay entre morirse de algo y morirse de viejo? Una convención social, ni más ni menos. La diferencia, en esencia, es el mero hecho de que hay edades en las que se nos antoja que no se debe de morir, como si tuviéramos la potestad de decidir a partir de qué momento es lícito pasar a endulzar las fresas como dicen los franceses (supongo que se refieren a endulzarlas desde abajo).

Así que al final nos enfrentamos al sempiterno problema de nuestra actitud ante la realidad. Una actitud para la que soberbia es un adjetivo que se queda corto.

La enfermedad, así considerada, se nos revela como una coartada y, por extensión toda la ciencia diagnóstica. La enfermedad nos transciende, nos limita y nos modifica. Y nuestra respuesta es combatirla. Una respuesta lícita, por supuesto, pero que olvida a menudo que la consecuencia inevitable de estar vivos es pasar en algún momento a estar muertos. Pasar de la consideración de la enfermedad como un accidente inevitable que es lícito combatir científicamente, a convertirla en una realidad social que permite a los humanos decidir cuándo se debe o no morir, eso ya no es tan lícito.

Así que ya no nos deberíamos morir de viejos o, en su defecto, por enfermedad alguna. Aquí o todos, o ninguno. Luchar contra la enfermedad es bueno (al menos científicamente), pero no lo es luchar contra la muerte. La enfermedad no es una coartada para algo tan iluso como combatir la muerte. Porque combatir la muerte es combatir la misma vida. La muerte no es lo opuesto a la vida, sino su consecuencia. Y el que el tiempo vivido nos parezca, subjetivamente, suficiente o insuficiente, no nos permite, éticamente, calificar la muerte de mejor o peor; no nos da derecho a establecer una fecha tácita de caducidad.

Los pájaros se mueren en silencio, a solas con sus dolencias si las tuvieron. Tranquilos de no saberse enfermos, sino vivos. Solamente despreocupados y vivos. Hasta que dejan de estarlo y entonces ya es tarde, por suerte, para preocuparse.

lunes, junio 18, 2007

La Tecnología que nos descubre


Dado que uno se dedica a lo que se dedica, es difícil en ocasiones ver el bosque a través de los árboles.

Hace unos días, en una conversación sencilla, se me vino a la cabeza la idea extraña de que en la tecnología que nos rodea se esconde una paradoja de la que no creo que seamos del todo conscientes.

Cuando leemos en la prensa. o en Internet, que se ha descubierto una nueva técnica, o una tecnología hasta ahora desconocida, solo es cuestión de tiempo ver que, donde nosotros descubrimos algo, intrísecamente nos estamos descubriendo a nosotros mismos. Y en más de un aspecto.

En primer lugar, toda tecnología (voy a decir una obviedad) vine a solucionar una carencia, bien positiva (procedimientos para solucionar problemas hasta ese momento imposibles de resolver), bien negativa (mejorar tecnologías existentes, corregir errores de otras tecnologías, etc.). Nos descubrimos así en evolución. Retos que antes se nos antojaban imposibles de afrontar, ahora son hitos en la carrera científica, técnica o tecnológica.

Pero en segundo lugar, y esto ya no resulta tan obvio, nos descubre como seres humanos en tanto que usuarios de la tecnología.

Quiero pensar que como científicos el ser humano progresa cada dia a pasos agigantados (especialmente en el último siglo). Pero como personas, el avance es cierto pero más pausado. Seguimos dialogando con pensadores que llevan siglos muertos, y nos siguen inquietando las mismas preguntas que dieron lugar a la filosofía.

El denominado Riesgo Tecnológico, que considera toda actividad tecnológica modalizadora del mundo y de la concepción que de él tenemos como humanos, se va oscureciendo, se va ocultando detrás de asertos de eficiencia y progreso que, a la postre, en un buen número ya van demostrándose falaces. Tecnologías clásicas del mundo de la energía (hidrocarburos, fusión nuclear, etc.) que se pusieron en producción hace décadas como salvadoras del mundo, han acabado desvelándose como las grandes falacias de una tecnología diseñada justo como no se debe de diseñar, impulsada sin criterios democráticos, sin debate fértil, impuestas de un modo absolutista por corporaciones y gobiernos interesados en aquéllas.

Queda pensar el uso que en este mismo instante hacemos de la tecnología y su riesgo ético para las generaciones futuras.

Las comunciaciones cada vez son más numerosas, pero nunca los seres humanos han estado más incomunicados. La rapidez de la mensajería más que acercarnos,. nos aisla en un diálogo estéril. La inmediatez de determinados modos de producción, lejos de mejorar los productos, sólo los abarata y hace más ineficaces.

Un ejemplo de andar por casa: el conocimiento de la físca del sonido es mejor que nunca, y la tecnología de reproducción sonora se encuentra más desarrollada que nunca. El audio digital ya es barato y, sobre todo, fácil de producir. Pero, paradójicamente, para poder disfrutar de una calidad de audio similar a la que hace 20 años disfrutábamos con los vinilos, seguimos teniendo que desembolsar una cantidad de dinero muy similar a la de hace 20 años, con lo que al resto, a esa inmensa mayoría que escucha CD's de MP3's en el coche y en casa -entre los que me incluyo-, la economía de los formatos sólo les permite escuchar música "de cualquier manera". La industria, agente de la tecnología punta, ofrece productos abaratados para saciar engañosamente el ansia de progreso y mejora de los usuarios, beneficiándose exclusivamente ellos del bajo coste de las tecnologías. La democratización de la excelencia sigue siendo una utopía.

Lo mismo podemos decir del video, de los transportes (veáse la proliferación de low-cost's), hasta de la educación misma.

A mayores avances tecnológicos, menor calidad de los productos. A mejor tecnología, mayor polarización de los criterios de calidad. A mayor riqueza, peor reparto.

La tecnología de la información no escapa a este riesgo ético. La autocomplacencia que demostramos por las autopistas de la información, por la democratización de la información, etc. se revela más como deseo que como hecho cierto. La estadística viene a demostrarnos que la información en Internet sigue en manos, en cerca de un 80%, de los grandes media mundiales que van fagocitando los medios independientes que osan asomar a Internet. Incluso estos medios se nutren de noticias de agencia ya elaboradas por los medios tradicionales. La generación de opinión libre e independiente, por tanto, sigue siendo un sueño por alcanzar.

La tecnología que descubrimos, como decía al principio, a su vez nos descubre como los mismos incapaces de antes, con mejores camisas y más ruido. Nada es más fácil que antes. El artefacto, el principio de "verum est factum" nos atenaza, se muestra como pecado original. Sólo los desvalidos profesan la religión del progreso mecánico (Mateos Riaño).

La tecnología, como decia antes, no solo crea mundo, ensombrece la verdad del Ser e incluso deviene en el menoscabo del dasein de Heidegger, sino que además hemos permitido que se corone configuradora del mundo de lo deseable y preferible, de lo bueno, lo útil y lo necesario, y -lo que es mucho peor- de en manos de quién eso bueno, útil y necesario debe recaer y en manos de quién no.

domingo, junio 17, 2007

La Ficha 16


Cuando no era más que un crio, cuando las consolas de videojuegos no eran ni ciencia ficción porque nadie se las podia siquiera imaginar, había un juego al que creo que todos hemos jugado alguna vez. Creo que se llamaba "el quince" o algo así.

El juego consistía en una serie de fichas planas, confinadas en una pieza de mayor tamaño que las alojaba a todas y de las que aquéllas no se podían sacar, pero que podían ser deslizadas a lo largo y a lo ancho. 15 piezas numeradas del 1 al 15. La finalidad del juego consistía en ordenar esas 15 fichas. El rectángulo que las contenía podía dar cabida, lógicamente, a 16 fichas, pero era la falta de una de esas posibles 16 lo que permitía al resto poder desplazarse a razón de "uno" en una de las dos coordenadas posibles, dependiendo de la colocación de sus vecinas.

Recuerdo que no era demasiado difícil conseguir ordenar los 15 números. No lo intenté demasiadas veces, pero sí recuerdo haberlo conseguido a los pocos intentos, así que no debía de ser muy complicado. La que sí me ha quedado muy viva es la sensación, bastante angustiosa, de que en el fondo el juego era un tablero incompleto y de que, por algún motivo, siempre me hubiera gustado encontrar en alguna juguetería el tablero con las 16 fichas al completo. Por supuesto, no se me escapaba que la presencia de la ficha 16 hubiera bloqueado el juego, pero me parecía un precio asumible si lo que se conseguía era, por fin la completitud.

En los últimos tiempos me he acordado mucho de este juego, pero más de aquéllas sensaciones que me provocaba.

Siempre simpaticé con la ficha 16. Jugaba a aquel juego con la secreta esperanza de que si al final colocaba todo en orden, aparecería la ficha 16 como por arte de magia, en su esquinita, abajo y a la derecha; y lo haría reluciente, porque estaría nueva. Vendría a cerrar un círculo, a premiar con su presencia el empeño de perseguirla. Sobra decir que nunca fue así.

La iluminación me vino cuando llegó a mis manos una versión de este juego que, si bien no estaba completo como yo deseaba (obviamente), sí que venía con una piececilla de "quita y pon" que cubría el hueco maldito, probablemente para evitar que el resto de piezas "oficiales" se desplazasen durante los transportes, etc. La pieza "advenediza" no era sino un mero circulillo de plástico con un pequeño asidero en su centro que permitía tirar de ella hacia afuera para liberar el espacio (sí, ese espacio ignominioso) que permitiera volver a jugar.

Y ahí me vino la luz. Esa pieza impostora había hecho aparecer, al menos para mis ojos, la ficha 16.

Todo el juego se basa en ella, en que no está pero permite con su ausencia que el juego se desarrolle. Es la ficha más importante del juego. El vacío que deja permite que ese juego cruel alcance el éxito de negarla definitivamente; porque al final, relegando su vacío a la esquina inferior derecha, hasta su ausencia se desdeña.

Así que tuve que dejar de jugar a algo tan estúpido como negarle a una pieza humilde su mero derecho a no estar.