martes, mayo 17, 2005

Comunicación e Identidad

Está ocurriendo estos días un hecho insólito, romántico y encantador, que se tiñe de tragedia por las convenciones, pero que por otro lado puede reconfortarnos aún con el ser humano.

En el Reino Unido, en el famoso
Condado de Kent, ha aparecido un joven misterioso, desnudado del don de la palabra, cuyo primer instinto frente a sus rescatadores fue el de dibujarles en un trozo de papel una bandera sueca y un piano. Nada más dijo. No articuló vocablo. Pero cuando un asistente social le condujo, movido por una sagrada intuición, al piano de la capilla del Medway Maritime Hospital, donde le acogieron, el extraño muchacho estuvo horas interpretando música, propia y ajena.

Ahora las
autoridades han empezado una campaña para asignarle un nombre conocido-para-alguien, para recuperar su identidad. Como si la identidad fuese cosa tangible que se pudiera recuperar. Como si pudiera perderse del mismo modo que podemos perder las llaves del coche, o un paraguas tras la tormenta.

Margaret Mead dice que "nuestro pensamiento nos ata al pasado" y de esa manera puede que conforme nuestra identidad. Y que esa misma identidad nos sirve de fondeadero seguro sobre el que esperar el futuro. En el caso del Hombre del Piano, como se le ha dado en llamar, parece que su desterritorialización le causa más problemas a sus salvadores que a él mismo. No es difícil imaginarle arrobado por el sentimiento ante el teclado, feliz quizá de comunicarse de esa manera, mientras los sufrientes son -somos- los demás. El desubicarnos nos desarraiga culturalmente, o eso pensamos quienes no nos hemos desubicado, y quienes, habiéndolo hecho, prestan oídos a los teóricos. El pensamiento y su hija predilecta, la cultura, nos atan al pasado, como decíamos.

Pero ahora, de la mano de este muchacho, sin más amparo que su talento (¿cuántos podrán decir esto?) descubrimos la metáfora: la música como interfaz, entre el humano y el mundo, entre el ciudadano y la realidad. Afirmando su yo en recursos no verbales, infinitos, define su identidad de la única manera posible, como camino de diferencia. Y nos muestra lo que pensábamos que era la identidad como una dimensión subjetiva de los sujetos sociales, una convención más que nos hace discretos a unos de otros, pero nada más. Contingente. Lo que creíamos (y aún creemos mayoritariamente) que es la identidad, conforma un instrumento más del poder, que siempre trata de identificarnos para ejercer su control.

Por eso intentan ahora identificarlo, como si él no lo hubiera hecho ya arrancando del instrumento lo que le define por atribución. El pasado, la memoria, hacen parecer a la identidad como algo anclado e inmutable. Pero el Hombre del Piano nos cuenta otra historia distinta, en la que los atributos del hombre, tan accesorios ellos, le identifican y definen. Y el devenir no es más que el río donde los atributos navegan, moldeándolos en su fluir y curtiéndolos al aire de su corriente.

Es curioso que la música nos haga otra vez un guiño, y el piano tenga un primo muy cercano llamando
clave.

jueves, mayo 12, 2005

Abanibi obohebev (II)

Abanibi obohebev trata de ser una serie de posts -que se irán mezclando con aquellos otros de actualidad que me llamen la atención como hasta ahora- y cuyo leit motiv es el de poner bajo una lente esas verdades que siempre hemos considerado incuestionables. Como, por ejemplo, que abanibi obohebev quiere decir te quiero, amor en hebreo (que resulta que sí significa eso, pero ha sido bueno comprobarlo, ¡hombre, ya!).


El otro día, en el metro, escuché a dos madres jóvenes (al menos una lo era, porque hablaba de su hijo pequeño y de cierto problema que había tenido en el patio del colegio con una compañerita suya) la siguiente perla, por demás conocida: Los niños son muy crueles. Familiar, ¿no?

Siempre he sido un convencido de que hay dos cosas en el mundo que pueden hacer que nos reconciliemos con la vida: los niños y los animales. Y estos dos conceptos se encierran en uno: lo natural, definido por oposición a lo social, que es un vicio derivado de lo primero. Necesario, inevitable, pero vicio al fin y al cabo.

Los niños encarnan todo lo bueno que alguna vez el ser humano pueda detentar. Inocencia, sinceridad, ganas de aprender, capacidad de sorpresa; en definitiva, potencia pura. Son humanos en potencia, son seres excepcionales por el mero hecho de encontrarse aún por estrenar.

Pero no. Resulta que son crueles o pueden, coyunturalmente, llegar a serlo, según la aseveración universalmente aceptada.

El muchachete en cuestión, por lo que pude percibir (el metro a determinadas horas bulliciosas no es un buen sitio para tratar de aislarse de las conversaciones ajenas, por muy bien educado que uno esté), le había dicho a una amiguita del cole, que “vaya orejones que tienes” (sic). Muy cruel, el niño. El caso es que la madre le explicaba a su interlocutora que “es que la niña tiene unas orejas…”.

Me preguntaba yo más tarde que si la niña fuera de Córdoba y el cruel, malvado y despiadado compañero la hubiera dicho “¡mira que ser de Córdoba!” se hubiera creado la misma situación de ofensa y escarnio. Se ajustaría del mismo modo a una realidad objetiva (que fuera natural de Córdoba o que tuviera las orejas grandes, qué más da).

Así que sólo me cabía una respuesta a lo absurdo de la cuestión. “Quizá” la crueldad no está en el niño, que describía un atributo de la niña, sino en que, por algún motivo, el tener las orejas grandes (o cualquier otra característica no estándar) no debe de estar bien visto. La sociedad, esa conveción suprema a la que todos nos debemos de ceñir, castiga con su mofa a quien tiene unas orejas más grandes de lo habitual, por poner un ejemplo. Pero no, el cruel es el niño que lo dice, y no los demás que lo callan y que con su silencio aceptan estas injusticas, quien mira para otro lado cuando la pequeña lloraba porque le habían dicho que tenía las orejas grandes.

Cuántas veces callamos ante hechos y dichos injustos, sin imaginarnos que un día verterán sobre nosotros los venablos de su insidia, y seremos entonces nosotros quienes estemos solos.

Una frase de Martin Niemöller (se le atribuye habitualmente a Bertolt Brecht, pero es falso), después de su cautiverio durante la II Guerra Mundial, viene al pelo:

Primero vinieron por los comunistas, pero como yo no era comunista no alcé la voz.
Luego vinieron por los socialistas y los sindicalistas, pero como yo no era ninguna de las dos cosas, tampoco alcé la voz.
Después vinieron por los judíos, y como yo no soy judío, tampoco alcé la voz.
Y cuando vinieron por mí, ya no quedaba nadie que alzara la voz para defenderme.

jueves, mayo 05, 2005

Abanibi obohebev (I)

Abanibi obohebev trata de ser una serie de posts -que se irán mezclando con aquellos otros de actualidad que me llamen la atención como hasta ahora- y cuyo leit motiv es el de poner bajo una lente esas verdades que siempre hemos considerado incuestionables. Como, por ejemplo, que abanibi obohebev quiere decir te quiero, amor en hebreo (que resulta que sí significa eso, pero ha sido bueno comprobarlo, ¡hombre, ya!).

Si hay una frase que se ha hecho tristemente famosa y que pretende vestir de falsa modestia la conversa de cada vez más gente, es la de "yo no soy quién para juzgar a nadie". La frasecita dichosa menudea en mentideros y parlamentos varios, decorando con su redondez rítmica y llenando el silencio por el mero gusto que el hablante tiene de escucharse a si mismo. Como suele ocurrir en los modismos que se inyectan en nuestro lenguaje desnudos de toda reflexión, este desafortunado giro no aguanta, el pobre, ni la mitad de un análisis. Lo que sucede es que, fuera de su semántica, se advierte una mano oscura, una intención mediática quizá, que pretende adaptar nuestro pensar a estereotipos encorsetados.

Tenía Schiller una máxima demoledora: "...la lengua culta que crea y piensa por ti". Hoy tal aseveración se nos presenta (al menos a algunos de nosotros) como terrible.

Estas perlas (de las que espero poder dar cuenta poco a poco y con paciencia) que caen en el lenguaje de los comunes, suelen venir ataviadas con ricas vestimentas que les hacen parecer nobles, cultas. Adviértase en la expresión que nos ocupa, yo no soy quién para juzgar a nadie, una construcción cuidada, con su relativo muy bien puesto, con una musicalidad muy agradable y que además parece referirse a una muy noble intención: no juzgar a nadie. ¿Eh? Un momento. ¿Eso es noble? Vamos un paso más allá: ¿por qué no juzgar a nadie? ¡Ah, sí!. Es el otro aserto de la frasecita: porque no soy nadie. ¡Claro!

Y aquí llegamos al meollo de la cuestión. Resulta que no somos nadie para juzgar a nadie. No tenemos criterio. Las personas son incapaces de juzgar los actos de las demás personas, simplemente porque son también personas. Ridiculo, ¿no? O quizá no tanto. Porque seguro que la asunción de esa incapacidad, el que nos creamos, aunque sea inconscientemente, poco ciertos de realizar juicio alguno, debe de beneficiar a alguien. Supongo, o juzgo, que habrá de ser mucho más fácil gobernar o dirigir a una masa sin criterio, sin capacidad de juicio, que a un pueblo pleno de derechos, incluso del derecho a juzgar. Sí, sí, a juzgar, a confiar en su espíritu crítico. Y eso da miedo.

Asi que mejor instilamos estas ideas en la plebe y en su ya de por si denostado caletre, escudándonos en el gregarismo que hace de la masa algo de lo que desconfiar.

De aqui a pedir el "soma" de Huxley tampoco media tanto, ¿no?