martes, junio 12, 2012

A Cósima no la entiende nadie

A Cósima se la puede ver por el centro de la ciudad a la hora que te dé la gana. Siempre tirando de un carrillo mugriento, y con el paso apresurado de quien siempre llega tarde a ningún sitio. Siempre viste igual. No porque vista siempre de la misma manera. Es que siempre lleva el mismo jersey, y los mismos pantalones de chandal. Unas deportivas ensanchadas por sus pies rechonchos y el calor del asfalto eterno, y en la mano un paraguas, mitad porque es mujer previsora, y mitad porque le sirve para pescar.

Nunca antes había estado en esta situación, ni siquiera cerca. Por eso nadie la entiende.

Cósima fue a nacer en una familia como otras tantas. En el medio de esa clase media que nos creíamos que era verdad. Sus padres solo sabían trabajar y quererla mucho, así que como para quejarse. Fue a un colegio normal, sacó unas notas normales que le dieron para estudiar una carrera normal, tener un novio normal y una vida lo mas normal posible. Hasta que tuvo a su hijito. Ahí se acabó todo parecido con la normalidad. Cósima pasó a ser la mujer más feliz del mundo, aunque nadie la entendía. Nadie sabe lo feliz que le hacía ese niño tan pequeño, menudo, claro como la luna, frágil -eso sí-, siempre en su carrito, rojo e impoluto. Se acordaba mucho de empujar ese carrito rojo, demasiado grande para un niño tan menudo, y a veces hasta quería dejarse abrumar por la comparación con el que ahora arrastraba, donde coleaban los envases caducados de lo poco que al cabo de la jornada podía llegar a pescar. Pero casi siempre mantenía firme su escasa figura. ¿Dónde habría acabado aquél carrito rojo tan alegre? Al niño ahora seguía empujándolo, en una sillita distinta, de buena mañana hasta el centro donde le atendían el resto del día. Era el mejor momento y siempre lo había sido. En los últimos 14 años no hubo una mañana que no se ahogasen en risas mirándose el uno a la otra, por encima del hombro y el respaldo. Nadie entendía tanta alegría cuando solo veía la desgracia de una madre sola con su hijo enfermo.

Luego tocaba enfrentarse a una ciudad poco amable, correr de punta a punta, rebuscar en los contenedores. Sabía que las mejores piezas se cobran cuando cierran los supermercados, pero ella nunca podía quedarse hasta tan tarde. A esa hora el niño tenía que estar ya cenado y acostado. Así que no quedaba otra que conformarse con pequeños trofeos que le henchían el alma. De eso vivían, y cada vez que algo nuevo pasaba a engrosar el exiguo cargamento del carrito mugriento, caía en la cuenta que los dos cumplirían un día más. ¿Cabía mas alegría?

Una vez Cósima tuvo un trabajo normal, en una empresa normal. Y como terminó siendo normal, la echaron de un día para otro. "Sin más explicación", como decía su marido. ¿Y qué explicación? Ella no era imprescindible (como nadie lo era), y faltaba muchas veces al trabajo cuando el niño era pequeño y salían cada dos por tres corriendo al hospital. No había gran cosa que explicar. Cuando su marido se largó tampoco tuvo muchos reparos en hacerlo sin dar explicaciones. Por ahí que ya la veía entrenada a entender la vida tal y como venía. Pero a ella no la entendía nadie. ¿Quien podría?

En unos meses probablemente ya no tendría dónde dejar al niño mientras ellas salía a buscar, y se ve que el piso donde vivía le hacia mas falta al banco que a ella. Por lo visto el banco lo estaba pasando muy mal y necesitaba echar a todo el mundo a la calle, a ver si con sus pisos podía mejorar un poco. Todos tenían problemas, parece.

Cósima hoy ya no. Había pescado unos yogures casi sin caducar, y unos plátanos que les quedaba algo de amarillo en la piel. Y el de la pescadería de al lado le dijo al salir esta mañana que se pasase luego a por unas sardinas que todavía podían llevarse en el carro sin que ofendiera mucho su olor. Así que el día estaba resuelto. Igual hoy podía recoger antes al niño para irse juntos a ver cómo se escondía el sol delante del parque que les gustaba, con esas ruinas absurdas y egipcias en medio de Madrid, y que les daba tanta risa.

Nadie entendía tanta risa. Una mujer sola con un niño enfermo, sin mas patrimonio que un carro de comida pocha. Y eso a ella le daba más risa aun. Porque ella era una mujer, pero no sola. Con un carro lleno de piezas sabrosas, que le daban a ella y al amor de su vida un día mas para levantarse y seguir riendo camino del cole, o del albergue, o de la casa de acogida. Pero juntos. Nunca ya más solos.

Solos estaban esos que ella veía, atascados en sus coches. Una persona, un coche. E irían a sus despachos solitarios, se tomarían un café solo, y compartirían soledades sin mezclarse a la hora de la comida. Solos hasta por la noche, cuando se acostaban al lado de otro cuerpo solitario, quizá con un niño sano y solo en el cuarto de al lado. Harían el amor a solas, con la urgencia de derramarse sin mucho aspaviento que despertase la soledad del otro. Pero Cósima les entendía muy bien, porque ella estuvo cerca de quedarse así de sola, y sólo pudo saberlo después.

A Cósima no le entendía nadie cuando la veían reír, a la hora que les diera la gana mirarla. Tan al lado de un niño incomprensiblemente feliz.