martes, julio 17, 2007

Tu nombre me sabe a Umami

Hace unos meses me encontré con la agridulce noticia (y no es un juego de palabras) de que el parnasillo clásico de los sabores (ese tetraedro, casi escolástico ya, de amargo-dulce-salado y agrio) se había visto aumentado con un miembro más, otro visitador de papilas y receptores neuronales. El interfecto se llama umami (el nuevo sabor, digo), y por lo visto ya se paseaba por paladares desde tiempos inmemoriales, pero no habíamos advertido su presencia. Más bien no habíamos advertido su diferencia, la unicidad que le separa, discreto, de sus hermanos de lengua. Por lo visto es un sabor que tiene la carne, o la salsa de soja, por debajo de lo salados que éstos estén.

Como estas cosas de la diferencia esencial me tienen hace meses que me voy por un hilillo a la más mínima, se me quedó esta idea del regustito nuevo como arrebañada en el alma, paciendo tranquila y olvidada. El cursi de Bécquer le diría que una voz como Lázaro espera que le diga: espabila, Fabila, que te come el oso; poco más o menos.

Vamos, que ni se sabe cuánto tiempo hace que saboreamos el dichoso umami, pero como no estaba en el catálogo, pues nada. Lo de la rosa y el nombre, ya sabéis. Si no te llamas, no existes. Si no te llaman, para qué te cuento. Y le dan a uno ganas de agarrar a Umberto Eco por el cuello y agitarlo hasta que se le caigan los sememas de las pestañas. Jodida semiótica y madre que la parió.

Uno se va haciendo, con los años, más de memes que de genes, más de ideas que de letras, aunque se intente uno escribir a diario -mire usté qué tontería-, y use palabras porque otra cosa no tiene.

Luego viene Serrat (bendita sea su gracia), y se me cuela por los respiraderos con lo de que hay nombres que saben a hierba, de la que crece en los montes. Se me ocurre que hay otros que saben a umami, que pierden el frescor de la verdura y que, cuando los paladeas durante años, por más que te niegues a reconocerlo, queda ese sabor irrepetible del fracaso. Se pega al cielo de la boca como una mala resaca y no te lo sacas con nada.

Nombres que ya no quieres pronunciar más. Y te impones una dieta salvaje de otros nombres y otras pieles, como para olvidar el nombre imposible. Y te adelgaza el recuerdo, la memoria se te encanija y el ánimo se te espanta.

Ya os digo. Empecé una dieta para ver si me curaba, y en quince días he perdido dos semanas.