jueves, mayo 12, 2005

Abanibi obohebev (II)

Abanibi obohebev trata de ser una serie de posts -que se irán mezclando con aquellos otros de actualidad que me llamen la atención como hasta ahora- y cuyo leit motiv es el de poner bajo una lente esas verdades que siempre hemos considerado incuestionables. Como, por ejemplo, que abanibi obohebev quiere decir te quiero, amor en hebreo (que resulta que sí significa eso, pero ha sido bueno comprobarlo, ¡hombre, ya!).


El otro día, en el metro, escuché a dos madres jóvenes (al menos una lo era, porque hablaba de su hijo pequeño y de cierto problema que había tenido en el patio del colegio con una compañerita suya) la siguiente perla, por demás conocida: Los niños son muy crueles. Familiar, ¿no?

Siempre he sido un convencido de que hay dos cosas en el mundo que pueden hacer que nos reconciliemos con la vida: los niños y los animales. Y estos dos conceptos se encierran en uno: lo natural, definido por oposición a lo social, que es un vicio derivado de lo primero. Necesario, inevitable, pero vicio al fin y al cabo.

Los niños encarnan todo lo bueno que alguna vez el ser humano pueda detentar. Inocencia, sinceridad, ganas de aprender, capacidad de sorpresa; en definitiva, potencia pura. Son humanos en potencia, son seres excepcionales por el mero hecho de encontrarse aún por estrenar.

Pero no. Resulta que son crueles o pueden, coyunturalmente, llegar a serlo, según la aseveración universalmente aceptada.

El muchachete en cuestión, por lo que pude percibir (el metro a determinadas horas bulliciosas no es un buen sitio para tratar de aislarse de las conversaciones ajenas, por muy bien educado que uno esté), le había dicho a una amiguita del cole, que “vaya orejones que tienes” (sic). Muy cruel, el niño. El caso es que la madre le explicaba a su interlocutora que “es que la niña tiene unas orejas…”.

Me preguntaba yo más tarde que si la niña fuera de Córdoba y el cruel, malvado y despiadado compañero la hubiera dicho “¡mira que ser de Córdoba!” se hubiera creado la misma situación de ofensa y escarnio. Se ajustaría del mismo modo a una realidad objetiva (que fuera natural de Córdoba o que tuviera las orejas grandes, qué más da).

Así que sólo me cabía una respuesta a lo absurdo de la cuestión. “Quizá” la crueldad no está en el niño, que describía un atributo de la niña, sino en que, por algún motivo, el tener las orejas grandes (o cualquier otra característica no estándar) no debe de estar bien visto. La sociedad, esa conveción suprema a la que todos nos debemos de ceñir, castiga con su mofa a quien tiene unas orejas más grandes de lo habitual, por poner un ejemplo. Pero no, el cruel es el niño que lo dice, y no los demás que lo callan y que con su silencio aceptan estas injusticas, quien mira para otro lado cuando la pequeña lloraba porque le habían dicho que tenía las orejas grandes.

Cuántas veces callamos ante hechos y dichos injustos, sin imaginarnos que un día verterán sobre nosotros los venablos de su insidia, y seremos entonces nosotros quienes estemos solos.

Una frase de Martin Niemöller (se le atribuye habitualmente a Bertolt Brecht, pero es falso), después de su cautiverio durante la II Guerra Mundial, viene al pelo:

Primero vinieron por los comunistas, pero como yo no era comunista no alcé la voz.
Luego vinieron por los socialistas y los sindicalistas, pero como yo no era ninguna de las dos cosas, tampoco alcé la voz.
Después vinieron por los judíos, y como yo no soy judío, tampoco alcé la voz.
Y cuando vinieron por mí, ya no quedaba nadie que alzara la voz para defenderme.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No me gustan los niños y no me gustan los bichos, y mucho menos las marujas que hablan de cualquier cosa en el metro para pasar el tiempo entre estación y estación.
No escuches a la cigarra, si quieres ver el trabajo de las hormigas a la luz de la luna. (Mahatma Inzhaguin)