En los últimos tiempos hemos asistido a un espectáculo lamentable de ataques a la Monarquía, y a un no menos lamentable espectáculo de defensa de la Institución bajo peregrinos argumentos de constitucionalidad, simbología y tradición. No me pondré yo ahora del lado de los monárquicos, entre otras cosas porque tampoco están dando muestras de una especial habilidad intelectual ni, y esto es más grave, de verdaderas convicciones. Así que si hay que gestionar incoherencias, prefiero las republicanas a las realistas.
Pero quisiera hacer un ejercicio de defensa de una institución que, como todas las democráticas, deben de ser revisadas de cuando en cuando para mayor gloria de las mismas. Hasta la misma democracia debería de serlo, pero cualquiera sale por ahí con tamaño despropósito. Igual vienen los acérrimos defensores de la democracia a batirme las costillas con misiles, observadores de la CIA y el 7º de Caballería si se tercia.
La Monarquía se ha venido defendiendo estos días, como decía, con tres argumentos globales. A saber:
Su constitucionalidad: La Constitución dice que somos una Monarquía Parlamentaria. Así que no hay nada más que hablar. O sea, que la Constitución es intocable, lo cual es una verdadera estupidez, porque lo que la Carta Magna hace es dotarnos (a nosotros, a la sociedad) de un marco de convivencia que dudo mucho que no varíe a lo largo de los años. Ahí están, sin ir más lejos, temas constitucionales que ya convendría ir revisando y que la realidad social se empeña en destacar que ya se halla muy alejada de las necesidades que hace 30 años teníamos (territorialidad –con la chapuza esa de las autonomías que ya se ha quedado estrecho, y eso se venía venir desde el origen-, la sucesión real –a día de hoy el heredero tiene que ser un “machote”-, y tantas otras cosas). Hasta el PP quiere modificar la Constitución. Eso sí, con el peregrino empeño de modificarla para que no se pueda volver a modificar. ¡Cosas veredes!.
Su tradición: Aquí no hay mucho que hablar, porque creo que ya lo tengo escrito en otro sitio. En nombre de la tradición se siguen mutilando a mujeres en determinadas partes del mundo, y se siguen torturando animales en otras menos lejanas. Defender algo en nombre de la tradición es toda una declaración de principios. Tan absurdo como si a alguien se le ocurriera decir que España es Católica porque siempre lo ha sido. Espera, que esto yo creo que lo he oído por ahí…
Su simbología: La Monarquía –se dice- es símbolo de la unidad de España. Es símbolo de esto y de lo otro. Nada más intercambiable que un símbolo, nada más convencional y, por tanto, prescindible. Defender los símbolos por lo que son tampoco tiene, como se ve, gracia ninguna.
Algo tan añoso como la Monarquía, como fácilmente se imagina, lleva siglos en entredicho. No vamos a venir nosotros ahora, en el siglo XXI, a ser los más listos y pensar que nunca nadie se ha planteado la pertinencia de un sistema como éste, que otorga a una sola persona –y a su casta- tanto poder. De hecho los siguientes argumentos son mitad de Hegel (loado sea su nombre) y mitad de su profeta Zizek (divino, divino Zizek).
Decía el alemán que la labor de la Monarquía es existir, decir que sí y firmar. Esa es su labor. Y más o menos es lo que Juan Carlos, esencialmente hace. Su labor de Relaciones Públicas que tanto se nos mete por los ojos sería secundaria en la esencialidad de lo Monárquico. Y esa esencialidad existe.
Lo esencial de la Monarquía es su existencia como contrapunto, su identidad extraña cuya función primordial es reafirmar la identidad de la democracia.
En democracia nadie debería de ser más que nadie salvo por sus méritos. Las sociedades democráticas modernas premian el esfuerzo, la mejora de sus individuos. Cuanto más aportes, más recibes. Estamos orientados al trabajo, al esfuerzo, a mejorar personalmente para que todos mejoremos un poco en conjunto. La democracia se encarga de que nadie tenga ventajas por condición social, por raza, por religión, etc. (o debería).
Claro, algo tan extraño a este sistema de valores como la Monarquía, debería de ser molesta. Pero si lo miramos con detenimiento no lo parece tanto.
Para definir una identidad hay que prestar atención a sus límites, el interno y el externo. El límite interno forma parte de la misma realidad que intentamos definir como realidad –y por tanto no deberíamos de poder definir la identidad de un todo con tan solo una parte de él-, pero la Realidad (con mayúsculas), eso que es mas real que la realidad misma (otra vez Hegel), eso que se escapa a toda posible simbolización, suele andar en el límite externo, en algo que no es la cosa misma. ¿Mucho lío? ¿No estamos acostumbrados a decir que mi libertad termina donde empieza la tuya? O sea, ¿no definimos entonces –identificamos el ámbito de mi libertad- gracias al concepto límite de tu libertad? Pues eso. Si pintamos varias rayas negras en un papel blanco, podemos distinguirlas, definirlas, más por el blanco del papel que las limita que por su propio trazo.
La Monarquía cumple ese papel de point de capiton (Lacan). Para dar fuerza de identidad a la democracia (como se ve, nada de tradición, nada de símbolo, nada de convención social), necesitamos esencialmente algo que contravenga los principios de ese sistema. Y para darle continuidad y que se mantenga pacíficamente enfrentado ha de ser defendido y, en cierto modo, alimentado por el sistema que lo aloja; como se alojan las vacunas en el cuerpo, para evitar infecciones mayores.
Cuando los sistemas democráticos no se enfrentan a sus contrapuestos observándoles con la naturalidad de la diversidad, pueden surgir movimientos enfrentados y violentos que ponen en peligro la propia democracia. Los fascismos encontraron el apoyo de intelectuales de gran talla (Heidegger sin ir más lejos, y luego el pobre se pasó el resto de la vida evitando explicarlo, como si tuviera que justificarse, y ese hubiera sido su pecado, pese a lo que pensara Marcuse, o a la insidiosa caridad paternalista de Char), porque esperaban que fueran ese contrapunto necesario para que un sistema se desarrolle sano, fuerte y sabio.
Por tanto, ¿qué hay más alejado de una sociedad premiadora del esfuerzo y organizadora del poder de modo distribuido, que un poder de jefatura de estado centrado en una sola persona, sin méritos demostrados –en los momentos de las coronaciones, los monarcas lo tienen todo por demostrar-, y del modo más arbitrario posible, el linaje?
Pues ahí quería yo llegar a defender el papel de la Monarquía como excrecencia necesaria, como un tumorcillo que nos hace apreciar más sanos el resto de nuestros miembros. Sin importar su capacidad personal. Eso, como se ha visto, es lo menos importante, y es tranquilizante que así sea.
De otro modo no creo que los Borbones hubieran llegado a tanto.